Hoy queremos compartir un texto que Antonio Martín Fernández nos ha enviado con cariño desde Sant Cugat. Gracias, Toni.

Caminé por las mojadas calles, de bar en bar. Buscando el trago que no me supiera amargo… Me dejaba llevar, una copa y mis pensamientos se diluían como café en el agua. Imágenes volteando en mi cabeza en negro y blanco. No sabía dónde me conducirían mis próximos pasos… sólo recorría las aceras y barras de garitos. Apoyado, clavando el codo en las barnizadas maderas donde se reflejaban las luces colgadas de sombríos techos…luces tenues, que difuminan las arrugas de rostros y escondían historias anónimas. Y ahí seguía sin encontrar el rumbo en el mar de estrechas callejas… de rincones oscuros y mala reputación. Calmó la lluvia y emprendí de nuevo la ruta no programada de cruzar una y otra puerta de bares y penetrar en el mundo de la noche, donde el anonimato protege vidas que la luz del día transforma con hábitos y costumbres, en reglas de juego donde se imponen las etiquetas, donde el dinero te diferencia de tus semejantes, donde el tú a tú sólo se impone si tienes lo mismo que el otro.

No sé cuanto bebí…volví a traspasar el umbral y salir de otra taberna, de otro submundo creado en la parte del reloj que transcurre durante el sueño de mortales, que se rigen bajo las costumbres de la luz… del día.
 

 

Un paso, otro paso y así sucesivamente. Como plomo, en los pies, me costaba moverlos. Algún que otro tropiezo al subir bordillos tuve. Me tambaleé pero aguanté y no perdí el equilibrio. En el último fue justo cuando ví a gente fumando en la calle y detrás de ellos una escalera que descendía. No había puerta, sólo una cortina. Decidí bajar sospesando el riesgo de no caer por ella y también de no saber que ambiente habría ya que nunca había estado, no sabía que existía. Pero me lanzé en pos de tomar otro sorbo y zambullirme en otro universo nocturno… Me sorprendió al apartar el dosel de entrada, que separaba durante el día el Sol de la negrura, de la luz difusa.

La decoración pulcra y bien conservada…suelo de madera, aterciopelados sillones y taburetes, rojos, de un intenso color que contrastaba con el tono beige de las paredes y vigas de hierro, de sus columnas redondas. Contrastaban las fotografías enmarcadas, de color ébano y marfil, colgadas en las paredes. Imágenes de un pasado, de una estirpe de personajes que le daban porte y glamour al local. Me fijé también en las librerías de madera y cristal, llenas de pacientes libros expuestos a la venta. Me senté por fin en un taburete alto…apoyé los los brazos en la barra y pedí que me sugerieran que beber. Un Campari, me dijo la mujer que servía los cócteles… una mujer negra con el pelo rubio… una mujer grande. Vestía con la típica americana de barman blanca… un destello de luz en la penumbra, pensé. Ví un letrero y comprendí porqué de la bebida sugerida, era de color carmesí y daba nombre a mi consumición. Yo pensé por un momento que no quería mas tragos ásperos, pero esté tendría una dulce amargura suavizada por la soda y la naranja.

 

 

Deleitaba ya el líquido que contenía mi vaso cuando empezé a oir unos acordes, era un trío que comenzaban a tocar una música de Blues… calentaba el saxo ejecutando notas subiendo y bajando en la escala. El dobro rascaba las cuerdas, las tensaba y destensaba para afinarlas y una guitarra Manouche conseguía extraer sonidos de un tiempo que se había detenido entre aquellas paredes. No sé cuanto tiempo estuvieron interpretando… No sé cuanto tiempo estuve absorto, escuchando… Sin acordarme del reloj, saboreaba despacio, sin prisas, el que sería por aquella noche el último andén en el recorrido de aquel tren sin raíles, que seguía circulando sin sentido en las horas que la Luna vive.

Ya hubieron acabado de tocar los músicos sus viejas melodías, me dispuse a salir de allí. Me marché satisfecho…en realidad estaba contento pues había decidido que a partir de aquel mismo día no volvería a otros lugares, que sólo refugiaría allí mi soledad… donde las sensaciones experimentadas me transportaron y me trasmitieron sosiego y placer. Crucé de nuevo aquel tupido telón, ahora de salida y subí las escaleras, empezé a caminar y sólo me quedaba una cosa pendiente… recordar el nombre del bar.

Miré atrás y fijé la mirada en el rótulo que colgaba…”Milano”.

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